El sonido del monitor cardiorrespiratorio me asustaba. Esa constante melodía, monótona, del controlador del ritmo cardíaco me atemorizaba. Esa orquesta inquietaba más que la oscuridad constante de la habitación. Yo había abierto las cortinas en una ocasión. Me gritó, casi sin voz, que cubriera la luz. Después ya no hablaba. A veces parecía que me observaba pero la mirada se perdía en la nada. El respirador artificial prolongaba la agonía sedada. Los partes médicos simulaban un sórdido réquiem.
Me quedaba horas sosteniendo su mano, como si él lo supiera, como si importara. Ambos ya éramos fantasmas. Éramos estatuas. Pero a mí si me importaba. Las últimas horas solo lo miraba, le prometía, le perdonaba, le imploraba, le hablaba, le lloraba. Me acordaba de Dios y le pedía que hiciera pronta su voluntad. Le pedía a mi madre que lo lleve a su encuetro. Le pedía que le indique seguir la penúltima luz.
Todo se silenció. Me volví piedra. Me transfiguré en un busto bronce. Había que seguir adelante, que vivir. Era lo único que tenía, ya lo extrañaba, me dolía tanto. Me dolía la oquedad. Me golpeaba el alma. Mi padre en la paz eterna y yo en la orfandad mortal.
Me quedaba horas sosteniendo su mano, como si él lo supiera, como si importara. Ambos ya éramos fantasmas. Éramos estatuas. Pero a mí si me importaba. Las últimas horas solo lo miraba, le prometía, le perdonaba, le imploraba, le hablaba, le lloraba. Me acordaba de Dios y le pedía que hiciera pronta su voluntad. Le pedía a mi madre que lo lleve a su encuetro. Le pedía que le indique seguir la penúltima luz.
Todo se silenció. Me volví piedra. Me transfiguré en un busto bronce. Había que seguir adelante, que vivir. Era lo único que tenía, ya lo extrañaba, me dolía tanto. Me dolía la oquedad. Me golpeaba el alma. Mi padre en la paz eterna y yo en la orfandad mortal.
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