sábado, 16 de junio de 2018

El águila negra

El cuento que comparto en esta entrada ha sido seleccionado para integrar la maravillosa antología "El imaginario Colectivo" -cuentos- compilada por Michelle Bendeck Bedoya, para Editorial Dunken en la convocatoria anual gratuita R.O.I. (Recepción de Obras Inéditas). Convocatoria que se realiza con la colaboración de Estudiantes de la Carrera de Edición, Escritores, Talleres Literarios y distintas personalidades ligadas a la Cultura y a las Letras.

"El imaginario colectivo es una colección de cuentos que, si bien son muy diversos en tema y estilo, dan cuenta de lo mismo: lo que se escribe aquí y ahora.
La literatura no necesita hablar de la realidad de manera expresa; con albergar en su cúmulo determinados temas y formas de narrar o de decir - que por algún motivo esos temas y esas formas de narrar o decir-,  nos indica, con una transparencia que puede llegar a ser incómoda, en donde y cómo estamos.
Sin embargo, estas obras fueron seleccionadas porque, dentro de las coordenadas del momento, tiene algo especial para mostrar: un lenguaje significativo, los temas de siempre narrados con una sensibilidad particular. Tienen esas cualidad de la literatura por la cual un escrito abandona su apariencia de ser la repetición de la repetición de los pensamientos universales, y da la sensación de ser una entidad primaria, única."
(Fragmento del Prólogo Michelle Bendeck Bedoya) 

Espero lo disfruten

                                                                   EL ÁGUILA NEGRA


El sonido de sus tacos sobre la acera húmeda irrumpió. Venía desde una calle oscura en el silencio nocturno. Ella fue revelándose con una extensa silueta en los mosaicos. Casi a los tumbos salió del callejón, apoyándose sobre  un ángulo de cemento y mampostería.
Se acercó al cordón de la vereda. Aguardó un instante, con la esperanza que algún taxi, como barca salvadora, apareciera. Pero nada. Solo percibía la inmensidad de la noche, quedando alumbrada por las farolas centrales de una avenida desértica.
Escuchó un sonido proviniendo del callejón. Aceleró su andar, con desesperada intención de abandonar ese lugar lo antes posible.
Lucía desalineada. Algunas prendas hechas un manojo de géneros, que se apretaban sobre su pecho. El rimel había dibujado trazos negros en sus mejillas. Sollozaba. No se detuvo un solo instante. Caminó casi sin rumbo. Demasiado desorientada. Desconocía aquellas calles.
Debían ser alrededor de las tres de la mañana. Su reloj, ahora roto, había quedado congelado en esa hora. Siempre había creído que era una hora clave para la acción de la oscuridad.
Cada tanto el dolor de cabeza se detenía por un segundo, y unas confusas imágenes la avasallaban. Irrumpían en su mente como golpes de martillo. La joven desconcertada, trató de permanecer lo más íntegra posible. Tomaba aire y continuaba caminando. Cuando algún sonido, por más ínfimo que fuera, se manifestaba, ella se estremecía pero continuaba tenaz.
Luego de una supuesta larga hora, se encontró frente a una plaza que le era familiar. Se alivianó su preocupación.
La luna fue secuestrada tras unos nubarrones. Ninguno de los relámpagos la increparon. Tampoco se asustó cuando el firmamento comenzó a rugir.
Buscó en el interior de su bolso el teléfono celular. Pasó la mano de esquina a esquina y se alarmó, pero recuperó el aire. Allí estaba. Buscó en la galería la última foto y sonrió de incomprensible manera dadas esas circunstancias. Luego el dolor en su espalda la trajo a la realidad. Y continuó su andar.
Rompía en llanto al recordar los sermones que recibía cada vez que planificaba salir con sus amigas. No pasaron otros treinta y cinco minutos hasta que comenzó a orientarse y notar que se encontraba lejos de aquellos suburbios. El sol no aparecía. El amanecer continuaba pintado de ese tono gris oscuro. Buscó sus llaves. Demoró tras el blindex, porque no daba con la correcta. Solía suceder por causa de su gran manojo de metal y ornamentos. Nadie apareció. El portero estaba en su día de franco. Era un hecho que nadie la viera llegar de domingo, a esas horas, exceptuando algo casual. Utilizó el ascensor. Llegó a su departamento. En cuanto estuvo adentro, tiró los tacos y se agarró fuerte las costillas. Se metió en la regadera. Se dio una ducha caliente casi restregando el jabón, como intentando borrar marcas en la piel. Se vistió con una delicada bata de baño y una toalla en la cabeza. Fue a su escritorio. Encendió la notebook. Leyó Welcome; la ventana principal se abrió; conectó su celular y puso a descargar las fotografías de aquella noche. Buscó en la carpeta Imágenes una en particular. La halló. La sujetó fuerte con el puntero del ratón.  La arrastró a otra carpeta en un fugaz segundo. Soltó el índice que apretaba el botón cuando miró la maquina de expresso. Se levantó sin mirar la pantalla. Volvía, con un café humeante en su mano izquierda, nuevamente hacia el escritorio. A su paso cerró las cortinas que dejaban penetrar la luz. Notó la cama king size. Dejó el café en una esquina del mueble. Encendió un slim buscando aquietar su adrenalina. “Necesito recuperar mis fuerzas” se dijo con un dulce susurro casi queja. Se iba a recostar, cuando observó un cuadro de dialogo en la pantalla de su computadora. Se acercó y leyó: “Se produjo un error. No es posible copiar el archivo IMG_1569 a la carpeta Víctimas”. Dio un clic en la equis del ángulo superior derecho de ese cuadro, y con un bostezo se entregó a su cansancio, rindiéndose al sueño sobre el pomposo nido que se había formado con el acolchado que cubría el magnífico somier. Sonreía mientras se dormía y afuera, como si nada, las bocinas y los ruidos del centro comenzaban a anunciar la matutina jornada de domingo.



Ilustración: Black angel from http://www.1zoom.me/es/wallpaper/348797/z334.1/%26original=1

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